Escribir no es soledad

Rommel Manosalvas
La idea de la voz propia establece un vínculo con la noción del autor como un ser genial que trabaja en una torre de marfil y no se deja contaminar de las voces de les otres. 

Desde que salió Anatomía transparente, hace unos meses, me han preguntado: ¿qué es lo que uno tiene que hacer para publicar? 

Se asume enseguida que, publicar,  es la confirmación del descubrimiento de algo importante, único y maravilloso: la voz propia. Y es, además, la validación de esa voz.

Durante una charla sobre mi libro, una chica bajita alzó la mano y me preguntó cómo había hecho para encontrar mi voz en la escritura, que porque eso tomaba mucho tiempo y madurez y yo era muy joven.

 No es la primera vez que me lo dicen.

A medida que pasa el tiempo me resulta un tanto problemático encontrar mi voz: voy entendiendo hacia dónde va mi escritura y qué cuestiones me interesan.

Esta idea de la voz propia establece un vínculo con la noción del autor como un ser autónomo, genial, siempre trabajando en una torre de marfil, lejos del mundo. Un ser impoluto, que no se deja contaminar de las voces de les otres. 

 A mí todo esto me resulta extrañísimo porque, aunque no lo había pensando sino hasta hace poco, siempre he estado escribiendo de la mano de otros.

Siempre he estado ejerciendo un diálogo constante con el trabajo y las voces de les otres. Con las voces de vivos y muertos: desde los trece años, que fue la edad en la que empecé a esbozar mis primeros textos, influenciados sobre todo por los juegos de video y los libros de fantasía épica, por las obras de Tolkien o Lewis, hasta la época en la que escribí mi primera novela.

Dice Alicia Ortega Caicedo que la escritura “no es sino un acto de apropiación y reescritura, […] un encuentro con la palabra ajena…” Así, también me he apropiado de las palabras de esos otros, las he leído, reescrito, he dialogado con ellas, pero más que nada, me he sentido acompañado y vigorizado por ellas. 

Me he sentido parte de algo, miembro de una comunidad conformada por voces, en un espacio “huérfano de personas que no están, donde están, plenamente presentes, que están solo presentes por el trazo, por el movimiento que deja su escritura…” 

No pensaba en esto cuando trabajaba en mi primera novela, cuya escritura surge de una situación de duelo, en una suerte de conversación con mi cuerpo marica.

Cuerpo que se integra a una categoría, si se quiere, de cuerpos que habitan en un espacio periférico. Cuerpos que hablan desde los márgenes. En una situación como esa, es tan solo evidente la necesidad de establecer vínculos de soporte, así como lo hicieron los escritores disidentes en la época del boom latinoamericano.

«Las locas”. Ese término que utilizaba Manuel Puig para referirse a sus amigos en el cuidado y el cariño, que era al mismo tiempo una manera de identificarse en grupo, dejando en claro un deseo sexual no hetero-normado.

Citando a Alejandra Vela Martínez: “una cierta sensibilidad estética que busca[ba] articular comunidad.” 

Yo encontré esa comunidad en los libros y a través de ellos. Me he preguntado cómo no establecer un diálogo, un vínculo, una hermandad, con esas voces que hablan, furiosas, desde las orillas y hacen mella en la carne de quienes las escuchan/leen años después.

Que, a través de sus palabras, se puede materializar aquello que quizá aún no somos capaces de decir solos. Por eso se escribe, me parece a mí. Porque queremos sentirnos menos solos, porque llevamos siempre ese deseo de entablar diálogos, de hacer surgir relaciones amicales, de vernos también reflejados en las palabras de les otres. 

La escritura y publicación de mi novela me puso en contacto con innumerables voces, pero también me ha permitido conocer a muchas personas con las que hoy escribo de la mano. Creo que eso es lo más valioso.

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