El centro de Guayaquil ocupa una parte importante de mi vida, en especial entre mis ocho y doce años. Lo recorrí incontables veces con mi mamá. En la esquina de Pedro Carbo y Aguirre estaba Casa Tosi. En su cafetería del último piso almorcé algunas veces luego de salir de la escuela. Y ahí recuerdo haber visto comiendo, en distintas ocasiones, a dos íconos de la televisión ecuatoriana, Alberto Borges y Bernard Fougères. En la esquina de enfrente, vi en algunas ocasiones a un hombre cuya misión de vida consistía en caminar de cuclillas, mirar al suelo y escribir únicamente ceros y unos, utilizando un puñado de hojas de hierba que guardaba en sus bolsillos. ¿Qué mensaje quería transmitirnos a nosotros, los seres que vivíamos en el límite exterior de su sistema mental? Esa fue una de las preguntas que nunca le pude hacer a Blas, el esposo de mi mamá.
El estudio jurídico de Blas estaba en esa misma esquina, en el edificio de la Compañía Ecuatoriana de Seguros, tercer piso. Su oficina era una suerte de microcosmos en medio del soleado centro. En muchas ocasiones, al salir de la escuela, terminaba ahí y esperaba una o dos horas hasta que mi mamá saliera de su trabajo y los tres nos fuéramos a la casa. En esa oficina conocí la primera máquina de escribir eléctrica que vi en mi vida. En mis clases de mecanografía en la escuela me obligaban, entre otras cosas, a escribir con todos los dedos: Blas hacía trampa, escribía solo con dos dedos, pero era mucho más rápido que yo. Tenía varias máquinas ahí. En una de ellas seguro tipeó la revista sobre ovnis que él mismo había creado y editado a finales de los setenta, y en cuyos artículos solía firmar como “Bhlearsn Azned”. Años después, comprendería que se trataba del anagrama de su nombre y apellido. Nunca le pregunté a Blas si fue debido al mapa de la Luna que tenía en su oficina que el astrónomo Eloy Ortega (lo más cercano a un Carl Sagan criollo) iba a veces a la oficina. Recuerdo cuando lo tuve frente a mí: alto, casi nonagenario, con orejas grandes y unas manos muy frías. Fue lo más cercano a estrecharle la mano al señor Spock.
En esa oficina, además de tomos de Derecho, había alguno que otro libro esotérico. Pero los que en verdad me llamaban la atención eran los tomos verdes del Gran Atlas Salvat, que terminé por secuestrarlos y llevarme uno por uno a casa. Solo hubo un mapa que nunca me pude llevar porque era enorme y ocupaba toda una pared, el mapa del Ecuador del Instituto Geográfico Militar. Ese fue mi primer encuentro con la historia de una obstinación que años después pude profundizar: el Ecuador que se veía a sí mismo limitando con el nacimiento del río Amazonas, cuando todos los atlas del mundo desde 1942 le mostraban la penosa realidad.
Afortunadamente, hubo preguntas que sí le pude hacer a Blas. Siempre le agradeceré por haberme dejado ser yo mismo y, de manera especial, por haberme conducido al reencuentro con mi papá, gracias al cual abrí un nuevo capítulo en mi vida.
Hoy esa oficina, los mapas y los atlas han desaparecido, como desapareció aquel objeto absurdamente multicolor que Blas y yo vimos de noche mientras pasábamos el Puente de la Unidad Nacional, y que ninguno supo nunca qué fue. Pero aún soy capaz de escuchar los mapas y tocarle las fibras a la historia.
Buen viaje al Centro Cósmico Universal, Blas. El sitio al que creías que ibas a llegar.