Cultura urbana

En Salasaca, la guerra de los caporales la dirimen las bandas

negros caporal salasaca
Ilustración: Juan Fernando Suárez.

Con las manos en su saxofón, Ramiro Tirado se acerca al micrófono y grita desde la tarima por enésima vez “viva el caporal”.  Alrededor de quince almas resucitan y responden a ras de piso: ¡que-vi-va!  Lo hacen con los fonemas rotos, los ojos mareados y la ropa arcillosa.

Cada tanto, suben a la tarima donde se encuentran Tirado y su banda, los Cocos Band, para hablarles al oído y pedirles la canción “Amor sincero”, un huaino que les alborota la dopamina. 

“Amor sincero yo te di, amor sincero yo te di, a cambio de nada // cariño bueno te ofrecí, cariño bueno te ofrecí y tú me engañabas”. 

La canción en realidad se titula “Así es el amor”, pero la banda no necesita que las almas disolutas que circundan el tablado sean precisas. 

Es la una de la tarde en la parroquia Salasaca, cantón Pelileo, provincia de Tungurahua, y en lo que va del día los Cocos Band han tocado esta canción al menos nueve veces.  

“Otra vez, otra vez”, farfulla el más entusiasta de los beodos cuando los músicos terminan de interpretarla. 

Los “negros” son personajes que ponen la nota alegra en las fiestas de los caporales. En la parroquia Salasaca estas celebraciones se llevan a cabo una semana antes del Carnaval y duran tres días (esta año —2023— empezaron el lunes 13 de febrero y concluyeron el miércoles 15). Fotografías: Isabel Hungría.

La banda

Cocos Band es una banda que toca huainos y cumbia andina, los dos únicos géneros musicales que la comunidad admite en estas fiestas. 

“Si tocas ‘Ambato tierra de flores’ te lanzan de la tarima”, dice Tirado esbozando una sonrisa y con seis mil dólares en su bolsillo. 

Esta cifra le fue entregada por el caporal Gonzalo Malaquiza para que la orquesta que dirige toque de once de la mañana a once de la noche, durante tres días. 

Hoy, 15 de febrero (a una semana del carnaval), es el último día. 

Fundada por Coco Tirado hace cuatro décadas en Quero (cantón de Tungurahua), la banda tiene actualmente en Ramiro Tirado —hijo de Coco— a su líder.

Él se encarga de llevar las riendas de la legendaria orquesta, conformada por cuatro saxos, cuatro trombones, cuatro trompetas, cuatro percusiones y un cantante. 

Su fama es inapelable. Ha recorrido el país de norte a sur y de este a oeste. Debido a contratos, y con todos los gastos pagados, ha viajado en varias ocasiones a las islas Galápagos. 

“En avión”, aclara Tirado.

Los accidentes no les han sido esquivos. En una ocasión casi se matan cuando la persona que los trasladaba de un lado a otro, después de una presentación, se quedó dormida.

“El conductor estaba cansado, casi nos fuimos a la tumba. Ahora mejor fletamos carro”. 

 Acostumbrados a observar las tropelías del licor, los músicos no arquean las cejas ante nada, por eso continúan con su libreto cuando los calamocanos de turno se suben a la tarima. 

A estos últimos, ni el caldo de gallina que circula como agua de lluvia en invierno, gracias a la billetera del caporal Malaquiza, logra recomponerlos.  

¡Viva el caporal! 

Gonzalo Malaquiza es uno de los cinco caporales encargados de solventar este año la celebración más importante del pueblo salasaca (según los historiadores, el origen de este pueblo podría estar en un grupo de pobladores aimaras, enviados por los incas, en calidad de mitimaes, a la actual provincia de Tungurahua, durante el Tahuantinsuyo). 

El hombre se automocionó como caporal el año pasado, ante el párroco de la parroquia Salasaca, en la misa del Domingo de Ramos, junto a otros cuatro. 

Una vez proclamado, se encargó de preparar la fiesta que hoy estamos disfrutando y que se celebra durante tres días en el mes de febrero. 

Malaquiza no solo quiere ganarse la admiración de su pueblo sino también ser la envidia de los otros caporales. A mayor derroche, mayor respeto de la comunidad, por eso ha reventado sus bolsillos brindando caldo de gallina, alcohol y música. 

Reside en Estados Unidos, como tantos otros salasacas, y ha vuelto con el pecho henchido a la que una vez fue su humilde casa, actualmente preñada de hormigón, para cumplir con su ofrecimiento: hacer la fiesta y recibir su investidura de caporal que consiste en una capa fucsia con tiras multicolores, una vara, un azadón y un sombrero. 

Gonzalo Malaquiza, uno de los caporales salasacas, junto a su esposa.

De un metro setenta, delgado y más serio de lo que se podría esperar, baila con una botella de whisky en sus manos. “Después me entrevistas”, responde entre un séquito de acompañantes.

Con toda la parafernalia que la celebración exige y siguiendo la férrea tradición, ha invitado a familiares, amigos y vecinos a integrar su corte conformada por “negros”, “doñas” y “montados” (jinetes a caballos). 

La corte

En esta fiesta el capital económico es vital, pero no lo es todo. El caudal social también mueve sus hilos, por eso el caporal no solamente debe preocuparse de invertir dinero en las celebraciones sino también de convocar a un gran número de “negros” y de “doñas”. Lo hace tal como estilan las quinceañeras al elegir a sus damas y sus caballeros. 

Las “doñas” —jóvenes indígenas de hasta dieciocho años— tienen por función bailar con los “negros”, personajes que, embadurnados de betún, pronuncian disparates e intentan robarles besos a las mujeres. 

Las “doñas” van ataviadas con el traje típico salasaca (blusa y anaco negro, una chalina con la que cubren la espalda, un tupo o sujetador, collares, aretes y sombrero); mientras que los “negros” visten camisa y pantalón negro (al estilo occidental) y  llevan consigo una espada. 

El “negro mayor”, encargado de dirigir a la cuadrilla, luce además un casco modelo prusiano (el pickelhaube) y un cinturón colgado en su pecho con doce campanas. 

Los “negros” se constituyen en una autoridad en estas fiestas, por ello con una buena dosis de seriedad y otra de picardía interpelan a los visitantes que no beben ni llevan pintura en la cara. 

“Todos (se) tienen que pintar, si no para qué vienes”, dice uno de los “negros”, con alcohol en la mollera, a una visitante mientras se le abalanza para colocar en su cara tres vetas de betún. La guasa puede llegar a ser ácida para las personas que llegan de otros confines, por ello podría decirse que esta fiesta es de exclusivo disfrute para los lugareños.

“Así me da la gana, así me la gusta, este negro me llamo y viene de la provincia de la Orellana para las fiestas del pueblo salasaca. Este negro viene a conocer a las chicas de Pelileo, a las longuitas de Salasaca, así me da la gana, así me la gusta (sic)”, grita a voz en cuello, como si estuviera poseído por algún taita, Ángel de la Hoya, un “negro mayor” que siguiendo a pie juntillas su papel de afro ha adoptado ficticiamente ese nombre extravagante.

Los negros están por todos lados en las fiestas de los caporales. Son ellos los encargados de animar al público.
Las “doñas”, parejas de los “negros”, no pueden tener más de 18 años para participar en la corte del caporal.

Existe además otro personaje importante en estas fiestas, la “ñuñu”, un joven disfrazado de mujer que hace las veces de pareja del caporal. 

Según la página del Gobierno Provincial de Tungurahua, esta festividad se celebra debido a que en tiempos de la Colonia, cuando era temporada de los granos tiernos, los españoles recorrían Salasaca junto con sus negros esclavos en búsqueda de hombres jóvenes que trabajaran gratis para ellos. Para no ser llevados, los jóvenes salasacas se vestían de mujer. Cuando los negros se dieron cuenta de ese detalle empezaron a besar a todas las muchachas salasacas para comprobar que realmente fueran mujeres.

“Negro mayor”, líder de la cuadrilla de “negros” en las fiestas organizadas por el caporal Andrés Pilla.

Mira, ese tiene más plata

Unas cuadras más arriba de los dominios de Gonzalo Malaquiza, otro de los caporales, Andrés Pilla, tiene eclipsada a su comunidad con comida, bebidas y música. 

Pilla, así como su vecino, vive en Estados Unidos, por eso en su opulenta fiesta flamea oronda la bandera de las barras y las estrellas. La de España, amarilla y roja,  luce también soberbia en el patio de su casa, donde se realiza el convite. Los hijos de Pilla residen en el país europeo y han venido a la proclamación de su padre. 

Para deleitar a su comunidad, este caporal ha contratado a la banda Costa Azul, cuyos quince integrantes tocan alegremente, con la complicidad del clima, “Cerveza, cerveza”. 

“Cerveza para olvidar mi amor, cerveza pa’ no ir donde el doctor, cerveza pa’ no sentir dolor, cerveza, cerveza…”. Con esta festiva pieza le dan un pequeño respiro a “Amor sincero”, la canción de marras que aquí también ha monopolizado la pista. 

Mientras tanto, los incansables bailarines se regodean en la música y literalmente van levantando polvo con cada paso que ejecutan. 

Andrés Pilla con su investidura de caporal. Él vive en Estados Unidos. Es un migrante más que buscó salir adelante en el exterior.
La fiesta de los caporales, que se desarrolla durante tres días, empieza a las 11:00 de la mañana y concluye a las 11:00 de la noche. La diversión continúa.
España también se hace presente. Migrantes salasacas vuelven a su terruño durante las fiestas de los caporales.

Costa Azul 

Oriundo de Pelileo, este grupo musical se fundó en el año 60, de la mano de Aníbal Andaluz, quien debió apartarse por algunos años de la música al ingresar a la Marina. Sin embargo, al retirarse de la milicia lo primero que hizo fue abrazar su instrumento y refundar Costa Azul, esta vez de la mano de su hijo, Omar

Su vástago es quien en medio de trompetas, trombones, saxos, batería, bajo, piano, bombo y tambor articula la banda diligentemente.  Su anhelo es que  Pilla se ufane de haberlos contratado —cobraron 6.000 dólares, la misma cifra que Cocos Band, un kilómetro más allá— durante tres días. 

—Aquí son contadas las canciones que tocamos porque nos hacen repetir las mismas a cada rato —relata el director durante un pequeño descanso

Parte de la ceremonia consiste en que el caporal salga con su corte de sus dominios y recorra una parte de la comunidad con su “ñuñu”, sus “negros”, sus “doñas” y sus jinetes.
Banda La Fabulosa en el centro de la parroquia Salasaca, dándole lustre a la proclamación de su caporal.
Como si se tratara de un carnaval anticipado, los colores vistosos forman parte de los atuendos de los salasacas en estas fiestas.

Los músicos, como no podría ser de otra manera, también son sometidos al rigor con el que los “negros” ingieren bebidas espirituosas. 

“Nos hacen chumar, a veces hay que cargar a los músicos, darles agua o hacerles dormir un rato para que se recuperen”, dice Omar con una brizna de seriedad que contrasta con las sonrisas fértiles de todos quienes le rodean, incluidos sus músicos.

Pero, al margen de las condiciones en las que cada uno pergeñe su instrumento, en la parroquia Salasaca una fiesta sin banda no es fiesta. Y en concomitancia con esa máxima, se podría decir lo mismo del caporal: aquel que no se desplume para contratar a una buena banda, tampoco es un buen caporal.