Reportando con chuchaqui

Reportando con chuchaqui. Ilustración: Aliatna/ Revista Bagre
Reportando con chuchaqui. Ilustración: Aliatna/ Revista Bagre

«Y de pronto, en el Pollo loco, en el Chuzo engreído, en el No te agüeves, la voz del man entró con todo por las ventanas de las casas, por las goteras del techo, por las rendijas de las cañas separadas…» escribió el poeta Fernando Artieda (+) en la poesía que retrata las secuelas psicológicas y sociales que dejó en Guayaquil la muerte de quien fuera —y sigue siendo— su hijo predilecto: el cantante Julio Jaramillo.

El ruiseñor, claro está, no ha muerto. En casi todo lugar en donde hay una fiesta —los ecuatorianos nos alegramos también con música triste— Jota Jota resucita a través de sus canciones. Y en el sexto festival de la calle Córdova, como era de esperarse, su voz fue el abreboca, el plato fuerte, el tentempié y el postre.

«Si tú mueres primero, yo te promeeeeto» cantaron con frenesí Mónica, Fernanda y Estefanía en un barcito esquinero desde el cual podían ver la tarima en la que un puñado de artistas ponía la nota musical en un festival que cada año crece como el giste, esa masa de burbujas que se levanta subversiva en la superficie de la refrescante y por ello bendita cerveza.

Este festival, que ya va por su sexta edición, se celebra en el mes de julio en homenaje a la fundación de Guayaquil. De diez de la mañana a diez de la noche, la callé Córdova se llenó, este 24 de julio, de gente que bailó, comió, bebió y cantó como si no hubiera mañana.

Los puestos de comida no se dieron abasto. Seco de chivo, encebollado, cangrejo, bollos, empanadas, corviches, chuzos y una larga lista de suculentas recetas fueron parte del menú ofrecido por emprendedores guayaquileños a un séquito de rumberos que saciaron su paladar alegremente con platos típicos de la Costa.

Hubo consecuencias, rentables, para la mayoría de los cocineros. A las cinco de la tarde tuvieron que levantar sus carpas porque no quedó cocolón ni para ellos. Algunos se fueron antes. Entonces vino otra tanda de emprendedores, con un nuevo menú: Hot dogs, hayacas, papipollo, salchipapas, menestra…

«Viva Guayaquil» gritaba desde la tarima el grupo musical de turno, mientras la famosa montuvia, que todos los años se pone el traje de criolla bonita, repartía cerveza a pico de bacinilla —el urinario de loza de nuestros abuelos— a todo aquel que diera muestras de que la sed era un asunto impostergable.

Esa noche los oídos de ella estuvieron más pendientes de la onomatopeya «glup, glup, glup» que del amorfino y de la música que sazonaba el ambiente.

«Viva, viva» respondía a cada rato la alcahueta audicencia, unas mil personas que aguantaron estoicamente el escándalo del sol porque la algarabía amortiguaba la temperatura y la ciudad cumplía 487 añitos, que no era poco.

Este festival vio la luz por primera vez gracias a los buenos oficios de Miriam Herrera y Freddy Girón, propietarios de la picantería La Culata -restaurante de mariscos de larga tradición en el sector-.

Se celebra desde julio de 2016 en el centro de la ciudad, calles Córdova entre Mendiburo y Tomás Martínez, y tiene en el historiador y folclorista Wilman Ordóñez a uno de sus más entusiastas organizadores.

La voz de Fernanda Carrera, vegetariana, académica y periodista —en ese orden— se abrió paso entre los acordes de El Murguero (se viene el tutatutá, tutatutá, tutatutá) para dedicarle palabras de elogio a este festival y a su calle.

«Vivo en el centro de Guayaquil desde hace cuatro años y la picantería La Culata fue siempre un espacio de referencia para el encuentro de artistas, músicos, pintores y demás gestores culturales. La Culata —su nombre se debe al cerrito en donde se reasentó la ciudad de Guayaquil— fue uno de los primeros restaurantes que colocó mesas en los portales cuando no existían los negocios de la calle Panamá, abriendo así un espacio que permitió al incomprendido guayaquileño reconciliarse con la calle y con la vida artística de la ciudad», declara Fernanda.

«El festival recoge esa apropiación del espacio público que ha sido tan complicada en Guayaquil por el comercio informal casi vedado, a pesar de que la Constitución dice que debe ser regulado, no prohibido. El Festival de la calle Córdova recupera eso, dando espacio a pequeños emprendedores que venden comida a gente de a pie que se resiste a amurallarse», remarca Fernanda.

Además reitera que esta es una maravillosa propuesta porque lo que necesita Guayaquil, después de todo lo que ha vivido, incluida la pandemia, es alegría y espacios en donde la recreación mitigue la ansiedad, la angustia y el estrés cotidiano.

Estefanía Pareja es de Salinas pero se siente guayaquileña. Cada año se autoconvoca al Festival de la calle Córdova en donde disfruta del reencuentro con los amigos y del solaz que le proporciona el evento.

Lleva un sombrero de paja toquilla, tres cervezas en el garguero y el ánimo suficiente para aguantar la faena.

Ha bailado con cada canción que ha salido de los parlantes que flanquean la plataforma artística.

«Y si en verdad sientes amor por mí, ven a mis brazos, no te vayas jamás» canta a todo bronquio mientras se abraza a sí misma como si bailara con alguien. Luego hace un paréntesis para hablar con Bagre sobre la cuadra que pisa.

«Es un espacio que nace de la sociedad civil. Si bien es cierto que son los GAD locales quienes suelen organizar y costear los conciertos, este festival surgió de la sociedad civil. Yo acudo a la calle Córdova desde que solamente existía La Culata, un restaurant que siempre se caracterizó por su comida —mariscos—, por la atención y por recibir a artistas, lo que redundó en que la publicidad del boca en boca se corriera por la ciudad», dice Estefanía.

Destaca que a pesar de que actualmente el festival recibe el apoyo del Municipio de Guayaquil, su columna vertebral sigue siendo la sociedad civil y la familia, de ahí que sea un evento en el que no solamente hay artistas sino también otro tipo de entretenimiento, como el palo ensebado, las rifas y los juegos infantiles.

«Los guayaquileños nos involucramos emocionalmente con la ciudad cuando pisamos esta calle, y esta fiesta nos recuerda lo diverso que somos», remarca Estefanía.

Diversos y alegres. Alegres y diversos. Ejemplos: el joven de guayabera que en este festival bailó con una mujer adulta a la que no conocía «oye traicionera aunque yo me muera», o el grupo de jóvenes que se desbarató frente a la tarima danzando «alza la pata curiquingue», en medio de la «biela que zumbaba mientras la cosa se iba poniendo kafkiana», como dijera en el poema «Pueblo, fantasma y clave de Julio Jaramillo» el grandísimo poeta guayaquileño Fernando Artieda.

Comparte en tus redes sociales
Scroll al inicio