Como buena parte de los habitantes de la Ciudad de México, yo soy producto de la migración. Aunque nací en la capital mexicana, mi origen no le pertenece. La primera vez que fui consciente de ello tenía 15 años.
Una tarde a la salida de la secundaria mis amigos y yo hablamos de lo que comeríamos en casa:
—Nosotros vamos a comer pollo frito —explicó uno.
—En mi casa mi mamá hará espagueti y carne —mencionó otro.
Cuando llegó mi turno mencioné el nombre de un platillo muy común en mi familia:
—Yo hoy comeré amarillo.
El mole amarillo es una comida típica de Oaxaca, un estado ubicado al suroeste mexicano, donde nació mi abuelita. Se trata de una salsa de un color que viaja entre el anaranjado y el rojo. Mi abuelita lo preparaba con un chile llamado guajillo, añadía masa de maíz para espesar el caldo, incorporaba chayote y ejote; y como proteína agregaba pollo o carne de puerco. El toque especial a su guiso se lo daba la hoja santa, una hierba muy aromática con un gusto anisado.
Pero nada de eso sabían mis amigos, cuyas familias provenían de estados situados en el centro del país.
—Yo hoy comeré amarillo —dije.
Las risas explotaron, las burlas también:
—¿Ah, si? Yo voy a comer blanco y café —ironizó el que comería pasta y carne.
—Y yo dorado —balbuceó entre carcajadas el del pollo frito.
—El mío está mejor —dijo un tercero—: comeré arcoíris porque voy por unos dulces.
—¡¿Nunca han comido amarillo?! —reclamé molesto por las burlas.
Fue inútil. No me escuchaban. Cada vez que trataba de explicar, ellos hablaban más fuerte y se reían en mi cara. Si bien estaba enojado, también me encontraba confundido. No entendía por qué ellos nunca habían comido amarillo, si en mi casa era una comida cotidiana, tanto que a veces yo me hartaba y no pocas veces la comí a fuerza, pues para mi abuelita no existía un no quiero o un no se me antoja como respuesta. De hecho, con esas dos frases ella perdía el semblante tierno, fruncía el ceño, botaba el plato lleno a la mesa y decía con enojo:
—¡Pues te lo comes, aquí no estamos de contentillo!
Cuando iba a casa de alguno de mis amigos para hacer trabajo de escuela, la mamá en turno servía de comer milanesa o tacos dorados con ensalada o enchiladas o filete de pescado frito o caldo de pollo o espagueti y demás platillos comunes en la Ciudad de México. Me pregunté por primera vez por qué en mi casa comíamos amarillo, mole negro, pasta de frijol, tlayudas, mamones, pan de yema, tasajo. ¿Por qué mi familia comía diferente?
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Tomasita, mi abuelita materna, rondaba los 30 años de edad cuando llegó a la Ciudad de México, en la década de 1950. Provenía de San Francisco Telixtlahuaca, un pueblo cercano a la ciudad de Oaxaca, capital donde ella trabajaba aseando casas, lavando ajeno y cocinando. Jamás fue a la escuela y apenas sabía leer y escribir, pero poseía una sabiduría bárbara sobre la comida. Y eso fue lo que la sacó de la situación de pobreza y violencia que vivió al lado de Eligio, el marido, en su tierra. Una tarde, harta de los golpes que le propinaba Eligio, tomó un cuchillo y colocó el filo en la garganta del hombre: “Si me vuelves a tocar, no me voy a tentar el corazón y te lo clavo en el cogote”. El tipo no le volvió a pegar, pero la sacó de su casa con todo y sus seis hijos y la dejó a su suerte.
Oaxaca es uno de los estados con mayor riqueza natural y mineral en México; tiene suelos fértiles que producen mango, café y maguey para destilar el mezcal, una de las bebidas más populares en el país y el mundo. Posee 597 kilómetros de litoral con playas verdaderamente hermosas que atraen a miles de turistas al año. Sin embargo, históricamente Oaxaca ha sido uno de los estados con mayores niveles de pobreza en México.
De acuerdo al Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL) —la institución que mide la pobreza y coordina la evaluación de las políticas y los programas de desarrollo social en el país—, el 61.7 por ciento de la población en ese estado se encuentra en esta situación, lo que se traduce en rezago educativo, carencia por acceso a los servicios de salud, carencia social y un ingreso insuficiente para que una persona pueda satisfacer sus necesidades. Hace 70 años, cuando mi abuelita vivía en Oaxaca, el panorama era peor.
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La casa del ministro Alfonso Francisco Ramírez Baños y su esposa, a la que llegó Tomasita a trabajar, estaba en la colonia Letrán Valle, una de las zonas que todavía hoy alberga a una próspera clase media, a unos ocho kilómetros del Centro Histórico de la Ciudad de México. Unas semanas después la sazón de los platos de mi abuelita había conquistado a sus patrones: sus guisos cubrían la nostalgia gastronómica del ministro, quien también era originario de Oaxaca.
Tomasita enviaba prácticamente todo el dinero que le pagaban a su tierra, donde mi mamá y tres de mis tías, todas niñas, se habían quedado al cuidado de una hermana de mi abuelita. Sin embargo, ella sentía culpa por dejar a sus pequeñas tan lejos. Un día la esposa del ministro la descubrió llorando. Ante la insistencia de su patrona, mi abuelita contó lo que pasaba:
—Dejé a mis hijas en Oaxaca. Son pequeñas. No las puedo traer acá a vivir conmigo. Yo creo que me voy a regresar para allá, señora.
—Tomasita, nosotros no queremos que se vaya. Traiga a sus hijas, allá arriba hay otro cuarto.
Mi abuelita trabajó casi 40 años en la casa de ese alto funcionario mexicano. Y aunque tuvo una vida mejor que en Oaxaca, nunca contó con seguridad social, un problema que aún padecen el 90 por ciento de las empleadas domésticas, lavanderas, cocineras y demás trabajadoras del hogar en México. Cuando sus patrones murieron, los herederos solo le dieron una indemnización simbólica por el tiempo que trabajó. Mi abuelita vivió unos años —y mi mamá, mis hermanos y yo con ella— en una casa que no ocupaba uno de mis tíos. Luego decidió mudarse con una de mis tías, donde murió a los ochenta y tantos años.
Sin embargo, gracias a que llegó a la Ciudad de México, la vida de sus descendientes mejoró: mi tía Estela y dos de mis tíos varones fueron los primeros miembros de mi familia en asistir a la Universidad; el resto de los hijos de mi abuelita se especializó en algún oficio que ejercieron en esta urbe. Gracias a mi abuelita yo nací, pues mi mamá y mi papá se conocieron en la capital mexicana.
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Mi abuelita era una cocinera tradicional. Este concepto no existía cuando llegó a la Ciudad de México. A ella le tocó vivir el tiempo del malinchismo que no dejaba entrar a la comida mexicana a restaurantes de manteles largos; fueron los años en que la gente decía, a manera de insulto, que el mezcal lo tomaban oaxacos, indios y jodidos. No entendían la herencia culinaria de una familia como la mía. Por mucho tiempo yo tampoco. Me incomodaba decir que mi origen estaba entre personas que se ganaron la vida realizando labores que las familias de clase media y la alta burocracia mexicana no podían o no estaban dispuestos a hacer en sus casas, como cocinar, asear sus pisos o lavar su ropa.
Recuerdo el olor de la cocina de mi abuelita: a manteca hervida, a masa de maíz, a hoja santa, a epazote, a chocolate, a chile, a salsa verde y salsa roja, a papas al horno, a pollo dulce, a piloncillo, a quesillo, a crema ácida, a nata, a anís, a naranja, a papaya, a tasajo, a chapulines. Con aceite de oliva, un té de hierbabuena y una sobada, que incluía una divertida zarandeada en una sábana y unos dolorosos jalones al pellejo de la espalda, nos curaba de empacho a mis hermanos y a mí; para quitarnos el berrinche nos daba ruda —a la que ella llamaba yerba amarga— y para premiarnos, en las noches nos preparaba rebanadas de bolillo —una pieza de panadería francesa muy popular en México— tostadas con mantequilla y azúcar. Ni ella sabía que me educaba en sabores ni yo que aprendía a comer.
De todo eso soy consciente ahora.