Entre la 24 y la 21 y entre la B y la F hay espacio hasta para venderle el alma al diablo. Y vendérsela barato, porque si lo que alguien quiere es conseguir un producto a bajo precio, ese es el lugar: el mercado San Vicente de Paúl, la cachinería del suburbio de Guayaquil, la “cachimall” o el “mall del suelo”, como también suele ser llamado.
Si en la antigüedad todos los caminos conducían a Roma, en la modernidad guayaquileña todos los caminos, en cuestión de compras populares y de segunda mano, conducen a este lugar del Suburbio Oeste. Por ello, llegar hasta su ambiente de pescado frito y marihuana, de tripita humeante y Jockey Club, no implica inconvenientes.
La calle 25, al igual que la 29 o la 38, es una de las arterias que conectan directamente con este populoso sector. Por esta circulan, al menos, 10 líneas de buses, desde la 44 hasta la 36, desde la 16 hasta la 100, todas las cuales pueden ser cogidas en la calle 6 de Marzo, en la zona del Mercado Central.
Además, el hervidero de gente en cada esquina y el ir y venir de tricimotos sin documentos en regla es una de las señales más claras de que se está en el mercado, ubicado en el corazón de la parroquia Febres Cordero, la más grande la ciudad.

El movimiento comienza antes de la 6 de la mañana, cuando la madrugada reniega de su negrura y la claridad rompe por cualquier lado. Los primeros en llegar son los que no vienen de ningún lado pues viven allí y solo tienen que sacar sus productos a la calle o a su portal.
Con olor a Coco Chanel
Maritza Chóez, hace 15 años, no vendía nada, pero ver que gente de otros lugares, al final de la jornada, contaba sus ganancias, la motivó a instalar una mesa con perfumes de todo tipo, algunos envasados por ella misma pero con buena presentación.
Eso fue a poco de que los comerciantes llegaran en el 2004, cuando fueron reubicados por el Municipio con la esperanza de que la Pedro Pablo Gómez dejara de ser lo que todavía sigue siendo: el reino de la informalidad.
“Aquí lo importante es trabajar, ganarse la vida. Aquí nadie paga arriendo, no pide ni da factura de nada y todo lo que vende es para su bolsillo”, indica Chóez en cuyo brazo izquierdo, el tatuaje de una paloma malherida y sangrante tiene un mensaje para un tal Rubén.

Luego de 12 años “de darle a la lengua en forma ininterrumpida”, como en el poema de Julio Jaramillo, la mujer ya no tiene una mesa sino dos vitrinas grandes y una carpa verde que la protege de los rayos solares y de las lluvias, que no terminan de irse en un invierno demorón.
“Muchas personas creen que todo lo que se vende es robado, producto de algún asalto, y no es así, porque también hay cosas que se consiguen por la derecha, legalmente, ¿sí me entiende?… Hay de todo, hay que decir la plena”, remata Chóez, quien parece sentirse a gusto en una de las dos cachinerías de la ciudad. (La otra es la de la calle Pedro Pablo Gómez, ya mencionada, cuyo radio de infuencia se extiende desde Lorenzo de Garaycoa hasta José de Antepara —de este a oeste- y desde Ayacucho hasta Colón —de norte a sur—.

Un policía de barriga colgante y gelatinosa —seguramente producto de una prolongada inactividad— pasa parsimonioso por la calle 24 con la vana ilusión de que alguien crea que está cuidando el orden y haciendo valer su autoridad. Se saluda con los comerciantes que desde temprano han comenzado a poblar no solo las aceras y portales sino la calle por sus cuatro costados. Los parasoles multicolores se riegan como si fuera un festival.
“Ya mi sub, ¿todo bien? Esa es”, le dice un vendedor de agua en funda, sin marca y, mucho menos, registro sanitario.

Chóez también lo saluda con un movimiento de cabeza, como si ambos, tácitamente, aprobaran lo que hacen.
Trabajando en pareja
Al lado de la vendedora de perfumes, una pareja de jóvenes se afana ubicando sobre una lona, zapatos de todo tipo y de toda talla. Hay deportivos y formales, de hombre y de mujer, pero todos agraviados por el tiempo; de algunos sólo hay un zapato.
“Diga nomás, maestro, ¿qué busca?, tenemos para su talla. Usted ha de ser 40 o 41. Recién me llegaron estos Nike Jordan”.
Están allí, codeándose con sus congéneres a la espera de que alguien se los lleve por un precio que no supera los 10 dólares.

Reacio a dar su nombre, el joven, que luce una BVD blanca, un jean lascado y gafas verdosas, cuenta que llegó allí de la mano de su suegro, un tipo de larga trayectoria en esos menesteres de la compra y venta de cosas usadas.
“A mi suegro se lo llevó el covid el año pasado y desde allí me quedé con el negocio de los zapatos. Mi mujer me ayuda y como no tenemos hijos, sí nos alcanza”, confiesa el joven cuya forma de hablar demuestra sus orígenes locales. La mujer solo mira de reojo, con evidente desconfianza.
A la mañana se le van las horas y el “mall del suelo” —lo de suelo es porque casi todo está a ras de piso— ofrece un panorama de encierro, sin escapatoria, de callejón sin salida, como si toda la gente hubiera hecho una larga pared que no la deja ver.
Lo único que escapa hacia la libertad sin impedimentos es el humo de la tripita asada (chinchulines) y de los chuzos (pinchos o brochetas) que deambulan en carretas y triciclos de un lado para el otro en busca de necesitados.

Cervantes, al alcance de todos
Don Rogelio Gonzabay no es ajeno a la algarabía; él también ofrece sus productos pero lo hace de una forma más “intelectual”, apelando a las ansias de conocimiento de los viandantes.
“Paulo Coelho es el mejor para los consejos de vida. Lea y dese cuenta usted mismo; desde la primera página usted comienza a hacer conciencia”, dice este comerciante, con cuyos bigotes entrecanos bien pudiera fabricarse una escoba.
Cerca de sus pies, varias rumas de libros, con el lomo hacia afuera, confirman que su mercadería va desde La Ilíada hasta la Química de Baidal, desde una biografía de Hitler hasta lo “último” en recetas de cocina francesa. Todo esto aparte de una buena cantidad de revistas triple XXX “solo para público mayor”. Pero malamente disimuladas.
“Ya tengo más de 40 años en este trabajo, desde que estábamos en la Pedro Pablo Gómez, ¿se acuerda? Primero pensamos que acá nadie vendría a comprar, pero fíjese cómo hay de gente, y eso que no es domingo”.

A media confesión una señora muy seria se acerca y le pregunta por una enciclopedia de geografía que no encuentra en ningún lado. Don Rogelio tampoco la tiene pero se la ofrece para mañana, con cierto recargo. La mujer acepta la propuesta.
“Tengo unos amigos, cerca de la Botica Barcia, que tienen de todo en libros. Ya los voy a llamar para que me la consigan. Así nos apoyamos entre todos”, relata el vendedor de libros más viejo de la zona.
¿Lucecitas navideñas en pleno mes de junio? ¿Pinos de plástico para adornarlos con esas lucecitas?… Pues sí. En este mercado la moda siempre está de moda y las fechas festivas del calendario están siempre vigentes. Día de la Madre, Día del Padre, Día de los Difuntos, todos tienen, en algún rincón, un producto especialmente para la ocasión.
Apretada al máximo, la calle deja de ser calle y se convierte en una pasarela de gente apurada y sudorosa que debe ver bien dónde pisa porque el menor error de cálculo puede hacerla tropezar con una pata de conejo disecada o una muñeca con un solo ojo, con una bicicleta sin montura o con un ventilador cuya hélice se mueve por capricho del viento. Hay que caminar como si se estuviera jugando a la rayuela, dando brincos pero precisos. Todos.

Traje a la medida
A pocos metros de donde un grupo de jóvenes consume refrescos de colores verde, rojo y amarillo, un hombre de mirar sombrío yace sentado en una máquina de coser que no para de hacer bulla.
Dice llamarse “Alberto… Alberto Soledispa”, pero su identificación suena más a salir del compromiso que a cualquier otra cosa.
Sea como fuere, su labor es una de las más requeridas en un lugar donde casi todo, o todo mismo, es de segunda y hasta de tercera mano: es el sastre de la cachinería, el que estira o encoge cuanta pieza llegue a su negocio.
Este hombre de manos venosas y arrugadas era sastre mucho antes de que llegaran los vendedores callejeros por allí. Pero ese arribo masivo le significó triplicar sus ganancias.

“Yo soy fundador de este barrio, llegué cuando ninguno de estos vendedores estaban, cuando solo llegaban unos cuantos buses, creo que la 6 y la 20, nada más. En ese entonces ya cosía de todo, hasta ternos. Entre mis clientes tenía algunos militares del Batallón del Suburbio, el de la 29. Cuando se fueron, me llegaron otros clientes”.
Esos otros clientes de los que habla el añejo sastre son personas que han comprado alguna prenda y necesitan cambiarle el cierre, ponerle un botón, bajarle o subirle la basta, zurcir un pantalón o, incluso, ponerle un parche en esa zona que a menudo se rompe.
Aunque se trata de trabajos menores, la gran cantidad de arreglos que le piden a diario representan un considerable ingreso para don Alberto quien, pese a la demanda, no tiene ayudantes. Alguna vez tuvo un asistente, pero este por poco se le lleva la sastrería entera.
“No hay cómo confiar en nadie y aunque esté solo, de dolarito en dolarito hago mis treinta al día. Casi como si hiciera un pantalón”, comenta el hombre cuya máquina no deja de sonar.

Pastel de pollo en mano, el policía de desorbitada barriga vuelve a pasar con su habitual parsimonia. El sol lo ha puesto a sudar como a todos los que a esa hora se encuentran en el “mall del suelo”.
“Esto es sol de agua”, manifiesta una mujer mayor cargada de legumbres y quien solicita los servicios de una tricimoto, una de esas ligeras que sólo pueden alejarse unas pocas cuadras, hasta donde llaman “La Pista”, una estación de buses urbanos ubicada en el sector del Cisne II.
De acuerdo con la última Encuesta Nacional de Empleo, Desempleo y Subempleo (ENEMDU) 2023, el número de subempleados en el país fue de 1.691.748 y el de desempleados, de 341.849.

CD para llorar a lágrima viva
No muy lejos de allí se escucha confesar a Julio Jaramillo que el día en que le falten se arrancará la vida. Es el local de don Pedro Loor, exmatarife del camal municipal cuyo destino cambió para siempre luego de un altercado que se saldó con una vida hace ya más de 25 años.
Su “local” es apenas un cuadrado de dos metros por dos, es decir, su ventana. Desde allí, como si no tuviera conciencia de la modernidad y todos sus artilugios, ofrece CD con música para todos los gustos, pero en especial aquella que tiene que ver con engaños y desengaños, de olvidos e ingratitudes.
“Trabajé casi por 30 años en el camal del barrio Cuba, pero como allí un cholo atrevido me quiso ver la cara, lo puse en su puesto. Pagué cana unos años en La Grande y ya no pude volver porque por esa zona me echaron bandera negra. Me vine para acá, hice mi casita y me puse a vender estos discos que ya no tienen mucha salida, pero igual todavía hay gente que los escucha, más que nada música nacional”.

Loor se queda cantando al triste son de “El Alma en los labios” mientras un chiquillo en bicicleta, desde la vereda saturada de productos varios, ofrece lo que hay para almorzar en tarrinas pequeñas: seco de chivo o guatita, sopa de legumbres o raspado de verde. Todo por $1,50.
Su ofrecimiento es acogido con entusiasmo por media docena de vendedores y no faltan los que celebran la sazón y quienes reclaman por un poquito más de sal.
“¿Será chivo esta vaina?, esta presa está media tránsfuga”; “está posi el raspadito”; “oe, este jugo es pura agua”; “anótame ahí que mañana te doy”.
La hora del almuerzo supone una pequeña pausa en el mercado. Pocos son los que tienen donde asentar las tarrinas y pocos, también, los que se perturban por el sobrevuelo rasante de alguna mosca obsesionada.

Pastillas para esa vaina
Uno de esos imperturbables a la hora de comer es Moisés Quiñónez. Tras darse el último bocado, abre un frasco con cápsulas enormes y se engulle una con un sorbo de jugo amarillento.
“Esto es para el colesterol, es muy bueno, son pastillas de omega 3 que lo dejan nuevecito”.
Quiñónez, oriundo de Atacames (Esmeraldas), de aproximadamente 50 años, vende productos naturales en la esquina de la 24 y la Ch. Según él, su muestrario tiene de todo para cualquier dolencia.

“Vea amigo, el cuerpo es el templo del espíritu, es decir que tiene que estar al pelo para que todo funcione. Yo le vendo productos certificados, nada de esos peruanos que son ‘cuetes’. Si quiere para los riñones, aquí tengo estas pastillas, si quiere para los pulmones, un jarabe de rábano es lo mejor”.
Quiñónez trabaja solo hasta las 3 de la tarde por una simple razón: a partir de esa hora, con policía y todo, con ojos de águila y todo, en esa esquina se congregan jóvenes de los que prefiere mejor no dar mayores detalles.
Según cifras de la Fiscalía General del Estado, el año pasado cerró con un total de 262.341 robos en el país, siendo el de mayor incidencia el de robo a personas, con 108.053 casos.

“Usted sabe, es mejor no decir nada, hacerse a un lado, como si no pasara nada. Tengo hijos que mantener”.
Un halo de sinceridad matiza las palabras de este expescador de trasmallo y aguas bravías, quizá el único comerciante cuyos productos no son de dudosa procedencia.
Es parte inseparable de un conglomerado de orígenes diversos que están allí para defenderse de la crisis, para ganarse la vida aunque la vida, casi siempre, les gane a ellos.