Cultura urbana

En Guayaquil, los astilleros preservan un oficio milenario

astilleros Guayaquil
Ilustración: Manuel Cabrera.

Un oleaje mínimo, entre turbio y desanimado, llega intermitente hasta la pequeña playa donde desemboca la calle Venezuela, al sureste de Guayaquil. Es parte del río Guayas que, a las 8 de la mañana, va de más a menos atendiendo el mandato de un viento que huele a chocolate, a caramelo. A golosinas.  

Sobre la playa de cinco metros se ubica el astillero “Barcelona” —donde se observa el esqueleto de madera, ligeramente empinado, de una lancha asentada sobre su quilla—. La escena era común hace 600 años, cuando la corona española demandaba obra y mano de obra en estos confines del nuevo mundo.  

El destino de la lancha, en la tradicional maestranza, es mejorar. No sólo su apariencia externa —el óxido, como parte de la conspiración invernal, la ha maltratado de babor a estribor— sino toda su estructura. El objetivo final es que retome, renovada, sus habituales faenas de pesca.  

Su capitán, Alejo Reyes se marchó a mar abierto. Debe conseguir la pesca suficiente que le permita cancelar los gastos demandados por la reparación. Esta empezó hace dos meses y se encuentra en manos del maestro Julio Pincay, perito en atender lanchas, barcos y otras embarcaciones de medio calado. 

Pincay es de pocas palabras. Es trigueño, de baja estatura, patillas rebeldes y manos grandes y hábiles, apropiadas para lidiar con casi cualquier tipo de embarcación averiada. Son más de cuarenta años trabajando en ese oficio y nunca, según dice, lo han reconvenido por algún perno mal puesto o algún conato de naufragio. 

Tiene a su cargo a media docena de oficiales de cuya labor diaria da generoso testimonio: “cada uno realiza una tarea específica. Porque, como podrá ver, aquí hay mucho trabajo por hacer”. 

Sobre “el mucho trabajo por hacer”, el maestro Pincay, —nacido en Ancón hace 59 años y que está allí contratado sólo por esta ocasión— refiere que es una labor integral. Una operación que involucra desde cambiar algunos maderos interiores, hasta pintar las embarcaciones. Desde ajustarles el cuarto de máquinas, hasta reemplazarles parte de las tablas en la proa. Hay trabajo para electricistas, carpinteros, fibreros, mecánicos, pintores y soldadores. 

“Todo daño tiene un proceso diferente y un tiempo aproximado de duración. Por ejemplo, no es lo mismo trabajar con fibra o con acero. Este último es más demorón y más caro. Casi siempre se cobra 1.000 dólares por plancha de acero naval que se cambia”, indica Pincya, el jefe de la cuadrilla.  

Durante la época invernal, el trabajo decae en los astilleros. Hay mucha demanda de embarcaciones porque las vías se dañan con las lluvias. Fotografías: Jorge Ampuero.

Como si hubiera un pacto de silencio, los oficiales no hablan mucho. Casi nada. Enfrentados a su labor, deambulan a su propio ritmo sobre los pocos espacios disponibles en la embarcación, bautizada por su dueño como “La Coqueta”. “La lancha presta sus servicios a una camaronera de la isla Chupadores Grandes, ubicada a medio camino del golfo. Ese mismo golfo por donde alguna vez —en el siglo XVI— desataron su furia piratas como Sir Francis Drake y Thomas Cavendish. 

Mientras los obreros continúan concentrados en su labor, unos minúsculos cangrejos de ojos erguidos y bicolores —azul y naranja— parecen mirarlos en silencio. Salen de sus escondites en la arena, observan, y se vuelven a esconder, simulando una coreografía que fue ensayada durante la marea baja. A la par, en la mitad del río, un pescador y su lancha navegan con rumbo desconocido. 

Movido por alguna añoranza que se dibuja en su mirar, Pincay hace un alto a sus labores de supervisión y se decide a desempolvar sus recuerdos. Un cigarrillo, que chupa con avidez, será su compañero:

“Yo llegué a Guayaquil huyendo de Ancón, con la que hoy es mi esposa. Me la había llevado y sus papás nos buscaban. Para ese tiempo ya era carpintero. No ebanista. Carpintero. Como mi necesidad era parar la olla, un amigo que falleció el año pasado con covid, me trajo acá en la década de 1980″. 

Desde entonces, desde que supo que su oficio estaría a merced de capitanes contrariados y maderas nobles, Pincay aceptó con agrado ese mandato del destino que lo hermanó con el mar y sus vaivenes. A tanto llegó ese pacto que, asegura, hubo noches en las que se avino a dormir en los camarotes a medio reparar de las embarcaciones en proceso de recuperación.  

Pincay reconoce que no sólo fue el amor a su esposa el que lo llevó a cambiarse de domicilio de manera abrupta. Sino también las ganas de superarse en lo económico en una ciudad que, por entonces y en la actualidad, brinda muchas oportunidades. 

“De hacer mesas y taburetes para los salones y restaurantes de mi pueblo, de pronto me vi haciendo barcos y trabajando con otras gentes que saben más que uno. Aprendí bastante, en especial, sobre la clase de madera y la precisión con la que se encajan las piezas”, recuerda este hombre de mirar escurridizo. 

Antón Guaranda, uno de los oficiales, decide opinar por su cuenta, mientras su vista se dirige al río Guayas: “este trabajo, así como es bueno, también puede ser escaso. Por eso hay que aprovechar cuando llega un barquito como estos”. Lejos está de imaginar que en Guayaquil, entre los siglos XVI y XVII, se construyeron galeones reales con capacidad de hasta 1.000 toneladas, de acuerdo con cifras del historiador Lawrence A. Clayton.  

Con orgullo, Guaranda muestra un tatuaje que le cubre el antebrazo y en el cual se lee algo así como que Barcelona —el equipo de fútbol oriundo de Guayaquil— es su razón de ser. Los otros operarios se limitan a escuchar. En invierno, el trabajo escasea y no se sabe cuándo habrá que parar la mano. Porque la lluvia no es buena aliada. Mucho menos cuando se debe soldar.  

Después de tres horas de visita en el astillero, el paisaje apenas ha cambiado, incluyendo a “La Coqueta” y a los trabajadores que la reparan. El ritmo tranquilo prevalece en medio de la labor.

El Astillero es el barrio donde nacieron los equipos de fútbol profesional más populares de Guayaquil: Barcelona y Emelec.

Fibra y acero

A una cuadra de distancia, el río parece que se mantiene inalterable. Sin embargo, los rostros y los talleres han cambiado, como fragmentos de un paisaje transformado por el paso del tiempo.Tampoco es la calle Venezuela, sino la García Goyena, la calle que muere en la playa, en una confluencia natural de agua y tierra. En este lugar se encuentra el astillero “Rizzo”, que opera desde 1940.

Muy cerca, un barco atunero enorme, en cuyo costado se lee “Nautilius I”, ha atracado. Pero no tiene ninguna avería ni requiere atención. 

“Ya quisiéramos que fuera nuestro cliente. Pero en invierno siempre es así: hay presencia de embarcaciones chinchorreras de las camaroneras. Porque con las lluvias, las vías se dañan y todas las actividades se realizan por el río”. 

El que habla o se queja así es Jorge Rivera. Es un hombre de tez clara que deambula entre palos viejos, planchas de acero —oxidadas y buenas— y una wincha que indica ser poseedora de una poderosa tracción. Sin embargo, en ese momento está inactiva. Pareciera que Rivera busca qué hacer en medio del desorden. Tiene pinta de ser administrador, el equivalente a lo que era un superintendente del virreinato y quien cumplía un rol de supervisión fundamental en los astilleros.  

“Por ahora solo estamos arreglando esta fibra —una pequeña lancha— porque, como le dije, no hay clientes por estas épocas del año. En verano llegan hasta cinco por mes. Ahí nos las repartimos con los otros astilleros”, comenta el hombre, de pelo ensortijado y algo castaño, como pelusa de choclo envejecido. 

Detrás de Rivera, la isla Santay, luce reverdecida. La bajamar sigue su itinerario y el agua se desliza sobre sí misma de norte a sur, hacia la gran desembocadura. Después de aproximadamente tres horas, con la pleamar, será a la inversa y la corriente irá de sur a norte, marcando un ciclo que se ha repetido inalterable desde el origen de los tiempos. 

Dos operarios de vieja data, arrimados bajo la sombra estrecha que ofrece la popa, miden láminas de aluminio que colocarán en las ventanas de la embarcación que lleva allí una semana. No ha sido necesario ubicarla sobre la parrilla —dos grandes maderos o guías que se dirigen hasta el río y terminan en un muro o “muerto”—  en la que se ponen las embarcaciones más grandes.  

Los trabajadores de los astilleros realizan su labor hace décadas y conocen a la perfección el oficio.

“Aquí, sobre todo, trabajamos con acero naval de 8 milímetros y fibra. Madera no mucho. Eso lo hacen donde Guerrero, a una cuadra de aquí. Ahora las embarcaciones ya vienen con otros materiales, más resistentes”, comenta Rivera.  

Pero donde Guerrero, en la calle Bolivia, una cadena de muchos eslabones y un candado, lo encierran todo. No hay nadie trabajando. Tampoco hay embarcaciones. Sólo un guardia poco amistoso y un perro que mueve la cola por instinto. Desde allí, es posible divisar al puente de la Isla Santay casi por completo. 

“Mañana recién va a llegar una lancha. Por estos días no hay trabajo”, dice el guardia, con cierta desconfianza.      

Aguas abajo

Como toda ciudad-puerto, favorecida por su geografía y su riqueza natural, Guayaquil ha tenido su existencia subordinada al río. Pero resulta complejo precisar cuándo se construyó la primera embarcación en sus astilleros. Esto, sin remontarse a las que hacían, antes de Cristo, los navegantes de la Cultura Manteña-Huancavilca.  

De acuerdo con el historiador Lawrence A. Clayton (Los astilleros del Guayaquil colonial, 1978), se tiene una lejana referencia de que, por 1557, en la isla Puná se construyó lo que sería la primera embarcación —una galera— por mandato del Virrey del Perú, Andrés Hurtado de Mendoza.  

Esto habla de que, a partir de la siguiente década, las construcciones navales de Guayaquil ya daban de qué hablar en el viejo continente.  

Clayton destaca que esta naciente industria operaba de forma no muy regular y que la continuidad de las operaciones en los astilleros, con frecuencia, se veía alterada por las incursiones ya mencionadas de piratas como Sir Francis Drake —el primero en asaltar posesiones hispánicas en el Mare Nostrum—, Thomas Cavendish o John Hawkins. 

Es preciso mencionar que la existencia de estos astilleros —los primeros asentados en lo que hoy se conoce como La Atarazana, muy cerca del cerro fundacional, el Santa Ana— se debía a una confluencia de factores: las órdenes, los contratos de financiamiento y los pagos, que venían desde Lima.

Sin embargo, la mano de obra y la madera, eran propios de Guayaquil y del nutrido bosque tropical de la cuenca baja del río Guayas, además de la costa, de donde salían maderas como el guachapelí y el roble, el mangle y el laurel, óptimas para tales fines. 

El herraje y la “clavazón” venían de otros lugares, como Francia e Inglaterra y España. 

Una versión de Jorge Juan y Antonio de Ulloa, que data del siglo XVIII (Noticias Secretas de América, Tomo I), reseña: “conocimos en servicio uno, el Cristo Viejo, llamado así por ser tal su antigüedad que se había perdido la memoria del tiempo y de su constructor, siendo así que había memoria de constructores de más de 80 años y ninguno lo había hecho”. 

De manera oficial, fue en el año 1671 y por orden del Rey Carlos II, que se fundaron los Reales Astilleros de Guayaquil. Sin embargo, no se tiene información, aunque se cree que sí existieron, astilleros privados. 

Es mediodía. En las orillas del río Guayas, los obreros del astillero “Barcelona” albergan, en silencio, la esperanza de que el temido “El Niño” no cause demasiados estragos y así lleguen las embarcaciones necesarias que permitan mantener vivo este oficio. Posiblemente, el más antiguo desde la fundación de la ciudad de Guayaquil.