Bethania, la del vino: un descorche por la igualdad y el humor

Ilustración: Manuel Cabrera.
Antes de que Bethania Velarde nos mostrara su forma de burlarse de la realidad, en diálogo con una copa de vino, era reconocida por ser la hija de una maestra y un gran pintor. Después de “salir del clóset” y tomarse el humor en serio, es quien conocemos.

Es viernes 30 de diciembre. Todos en Guayaquil se vuelcan a la búsqueda del mejor licor para acompañar el ritual del incendio que inaugura el nuevo año. Tal vez lo mismo esté haciendo ‘Bethania, la del vino’, el personaje que seguimos en redes sociales desde hace un par de años, luego de que empezara a hacer recomendaciones de todos los tipos de vino que se le cruzan; pero no: ella está cargada de trabajo y posiblemente sobria. Se ha propuesto terminar al menos tres videos para compartir en su plataforma de Instagram. 

Aunque no puede separarse por mucho tiempo del lugar donde graba, está dispuesta a hacer un break y contar un poco de sí misma, de esa mujer que puede ser considerada por muchos “una delincuente” por autoproclamarse sin ningún tapujo lesbiana y feminista, como hicieron otras mujeres antes que ella.

La diferencia entre ella y las que estuvieron antes es que Bethania puede usar el humor para decir la verdad sobre algunas tragedias, como que ser lesbiana en Ecuador puede ser castigado socialmente aunque —hace apenas 25 años— ya no sea un delito. 

“No sé qué Bethania soy”

El humor, dice Alejandro Zambra, es la primera estructura dramática que aprendemos, la primera mentira con la que jugamos ante quienes nos rodean. Para contar un chiste hay que creérselo. Una broma, después de todo, muchas veces dice una verdad. 

Con una camiseta negra que lleva en blanco la leyenda “F*ck, machismo” y mientras toma a sorbos un americano, en una cafetería del norte de Guayaquil, Bethania me cuenta que siempre contó chistes. 

De  niña, cuando todo parecía emproblemado, buscaba alguna gracia para que las cosas estuvieran bien. Con el tiempo, y a medida que crecía, se dio cuenta de que su lado gracioso no permitía que la tomaran en serio, así que un día decidió dejar de ser la “payasa” de la familia. “Quité esa ficha”, dice. 

Pero, para el resto de personas que la conocemos, y seguimos —en la lógica que nos han impuesto las redes sociales—, Bethania no ha dejado de hacer comedia. Eso sí, se ha tomado la comedia en serio.

La comedia usa al ser humano como elemento para darle un giro contrario al que tiene siempre la tragedia. “La comedia es la fecundidad que vence a la muerte”, dice el filósofo alemán Dietrich Schwanitz. Para usarla siempre hay un hombre que queda en ridículo, de allí que lo trágico se convierta en risible. 

En el caso de Bethania, su forma de gestionar el humor para el público es a partir de quién es y cómo se producen en un entorno como el que vivimos tantas contradicciones a partir de una serie de normas, cuestionamientos y prejuicios, a los que se van colando el ser gay, lesbiana y estrategias para ser más empáticos y menos violentos.

Sus guiones sobre la vida cotidiana y su apuesta por reacciones más empáticas comenzaron a salir luego de volver a Guayaquil, tras once años de haber vivido en Quito, terminar su carrera de cine, a pesar de que tenía un trabajo estable y todo, aparentemente, estaba bien y cómodo. 

Un día caluroso caminando por las calles del centro, un hombre le gritó desde la terraza de un edificio “Quiero chuparte toda”. Ella, asustada, creyó que había tomado una mala decisión al volver a su ciudad natal. Se detuvo y se preguntó “¿qué ch*ch* hice?”. En ese momento se dio cuenta de que la violencia de la ciudad era un extremo normalizado y decidió sacársela de encima con unas copas de vino. 

Sus primeros videos se llamaron “Vamos de copas con Bethania”. Empezó con  un riesling, un cholé, un cabernet sauvignon barato, un Carmenere de 2015 de ensueño, un chardonnay, un vino baratier, un rosé, un Periquita. Comenzó a hacer recomendaciones para caminar la ciudad, para reunirse con los amigos, para simular posturas, para poner en discusión la diversidad sexual que se invisibiliza con tanta seriedad y desprecio.

Y aunque algunos solo se rían cuando Bethania nos presenta un vino, sus recomendaciones son con conocimiento de causa. 

Hace varios años tenía un proyecto que la llevó a Chile con 150 dólares de presupuesto para sobrevivir durante todo el viaje. Para ahorrar gastos, había llegado a la casa de una conocida, que de casualidad trabajaba en un viñedo. En esos días recibió una invitación para ir a un tour. Allí descubrió las cepas, el cielo, las características de la uva. “Me quitaron la venda sobre el vino”, dice Bethania, aunque cuando terminó todo, le cobraran 75 dólares que, claro, no tenía presupuestados para sus gastos. 

En aquel momento no sabía que aquel exceso en su presupuesto la llevaría a definir su identidad a pasos agigantados años más tarde. Su relación con el vino es idílica y profunda, y más que ser una catadora de vinos —trabajo en el que una persona evalúa las texturas del licor para encontrar sus matices, sensaciones y olores a partir de la cosecha de origen—, Bethania es una sommelier porque sus recomendaciones nos permiten acompañar una idea, un sentimiento o, simplemente, una comida con la elección perfecta. 

Desde el humor y con una cepa añeja, nos puede decir que no todo es binario, ni negro ni blanco; nos muestra el extremo desde el cual se cuestiona la homosexualidad, pero también, desde un trabajo documental, fuera del stand up comedy que la caracteriza, ha empezado a contar la historia de las personas que peldaño a peldaño trabajaron para que la homosexualidad dejara de ser un delito y que han permitido que ella, con gracia y para reivindicar las luchas que se han gestado, pueda decir que es una “delincuente con calma”. 

Se llama delincuente porque hay que apropiarse de las palabras que nos atribuyen para reivindicarlas, pero también porque un día, en medio de la comodidad en la que se sentía en fiestas drags quiteñas, escuchó que la homosexualdiad era considerada un delito. Bethania, que ya había salido del clóset, y estaba, de alguna manera, distanciada de su familia, se lanzó a buscar pruebas de ese comentario que llegó a sus oídos. 

Aquella posibilidad, que además era una sensación que tenía sobre su sexualidad desde la mirada de otros, le resonaba. Cuando decidió investigar lo que se decía sobre la homosexualidad como un delito en Ecuador, se encontró con historias que podrían ser leyendas, escritas en la clandestinidad de la web.

Así conoció a Brigitte, a Cruz Veneno, a Tayra Banks, a Odalys y sus madres. Así decidió ya no solo hacer chistes, sino también visibilizar las historias de personas que han enfrentado a la ley por ser mujeres trans, homosexuales, lesbianas, porque, a pesar de todo, viven para contarlo. 

En su plataforma, ya no solo alza la copa de su viñedo y hace chistes. También hace minidocumentales, vende camisetas, alcohol, y muestra un poco de su amor con Elsa.  Considera que de casi todo se puede hacer comedia, pero desde un lugar, siendo uno mismo: “Yo no puedo hacer comedias de personas trans, creo que la comedia es reírse de una misma. Sobrellevar el dolor, tratar de cambiarlo. Solo puedes hacer eso si es que a ti te duele. Yo creo que si no eres gay no deberías hacer comedia de gays. Si no eres lesbiana, a menos que te duela y te toque, tampoco”. Eso, finalmente, se nota. 

En el camino de probar ser ‘Bethania, la del vino’, ha podido pensarse de distintas formas. “No sé qué Bethania soy yo”. Está la Bethania feminista, la Bethania lésbica que solo quiere hacer documentales gays, la Bethania que solo quiere chupar y olvidarse de los problemas, la Bethania que menstrúa y que no se soporta a sí misma, la que tiene un montón de trabajo y nunca para; o la que se da un descanso para viajar donde se le da la gana. 

Todas las Bethania

Bethania tiene una familia que ha estado vinculada con el arte: su padre, el pintor Jorge Velarde, fue parte del movimiento La Artefactoría, una agrupación de artistas que dieron las primeras señales de arte contemporáneo en Ecuador, a través de distintas intervenciones en el espacio público, en las fragmentaciones que tenía la validación del arte. Ahora mismo es uno de los pintores vivos más importantes del país, aunque él no se considere un artista, sino más bien un artesano porque trabaja con las manos. Al igual que Bethania, estudió cine y aunque nunca haya hecho una película, la cinematografía está en su obra. 

Su madre, Anabela, es una maestra de literatura que le ha dado clases a mucha gente y es recordada por distintos personajes del medio cultural que, en teoría y por voluntad, son sus discípulos. Además, es una de las protagonistas principales de las obras de su padre. Anabela siempre está ahí.

Antes de que Bethania nos presentara sus ideas a través de las redes sociales, era reconocida por ser la hija de la maestra, la hija del pintor. 

Bethania, como su padre, no se reconoce como una artista, ni siquiera como una influencer o una catadora de vinos profesional; tampoco se piensa como una guionista o comunicadora. Si tuviera que definirse, diría que —se ríe mientras lo piensa para soltarlo— es muy hippie: “me considero una persona”. 

“Al final soy todas las Bethania que puedo ser”, dice. 

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