
Un hombre había desaparecido en el bosque protector Cerro Blanco de Guayaquil. Cuando apareció, al día siguiente, dijo en el noticiero que haciendo un ritual, en medio del bosque, perdió la noción del tiempo. Llegó la noche y quedó atrapado.
¿Qué tipo de ritual hacía?
Manuel, Manuel debe saber —pensé—, y aunque no fuera un amigo directo, marqué su número telefónico.
No dudaba de que pudiera explicarme con «bastante claridad» qué era eso de la santería y reírse conmigo del oxímoron.
Se negó. Lamentablemente —no lo lamento, la verdad es que me alegro—, había dejado la santería después de que una organización criminal asesinara a su líder espiritual por un trabajo que le había encargado y que «salió mal».
—Salió mal y lo mataron —me dijo con un tono de horror e incredulidad.
Desde ese suceso, Manuel dejó de rezar a sus orishas y empezó a alabar a Alá. Se hizo musulmán.
—Ya conversé con Luis, llámalo, lo único que te pide es que no le tomes fotos porque da asesoramiento a varias empresas. Él es un profesional. No un brujito cualquiera —dijo más tarde, cuando escribió por WhatsApp para compartirme el número telefónico de su excompañero de culto.
Y así fue como conocí a Luis, un santero venezolano, de profesión auditor y reputado babalawo.
En la lengua yoruba, babalawo es el sacerdote de los secretos de la santería. Iniciado en los misterios de Orunmila, utiliza diferentes medios para realizar la adivinación.
Cuando lo llamé, con más desconcierto que con temor y más interés que prejuicio, me contestó un hombre cuya elocuencia distaba de lo que yo creía podía ser un tipo que ocupaba gran parte de su día invocando santos, lanzando caracoles y sacrificando aves.

La santería, a saber, es una religión afro-caribeña sincretista que mezcla la creencia en los orishas o los dioses del panteón yoruba con los santos católicos.
Se dice que hay 400+1 deidades, sin embargo, existen siete principales: Elegguá, Obatalá, Changó, Oggún, Orula, Yemayá, y Ochún.
Fui a casa de Luis, a las diez de la mañana del día siguiente, tal como habíamos acordado. No me recibió Luis el santero babalawo sino Luis el auditor amable, un hombre que fulguraba serenidad.
Vestía un jean celeste, una camiseta —polo— color rosado y unos zapatos deportivos grises.
Era, podría decirse, un buen remedo de Ken, pero de alrededor de unos cincuenta años.
—Pasa, por favor —me dijo con un tono afable.
Su conducta me generó confianza, sin embargo, esa primera impresión se desdibujó tan pronto como atravesé el umbral de la puerta de su casa, desde cuyo dintel colgaban unas ramas de paja seca, a manera de cortina.
Ahí estaba, en el centro de su casa, un altar adornado con figuras lóbregas, rodeadas de recipientes con ofrendas de todos los tamaños. Es una oda al sobresalto —pensé.
—Debajo de esa deidad hay un orisha llamada Oggun, que es la orisha del metal, que se sincretiza con San Humberto —dijo como si estuviera presentando a su familia.
Siguió entonces con su inventario:
—Atrás están Papa Legbá y Oshé, que son guardianes, custodios de Changó. Ahí puedes ver a Okumambo, de colmillos largos, y bastón de Changó. Ahí están también Orula, Ochún, Yemayá, Ayakún, los hermanos jimaguas, que le hicieron la guerra al diablo, y Eshu Elegguá.

Tal como Manuel me había anticipado, Luis no era cualquier “brujo”.
Hablaba con la altisonancia propia de los santeros, en un ambiente saturado por el ruido de un parlante del cual salía la furia de unos tambores que no cesaban de darle un marco solemne —y macabro— a un puñado de conjuros ininteligibles.
Elegua nagdo kerem kerem yeummm. Elegua nagdo kerem kerem yeummm…
—Aquí por donde voltees vas a ver un santo —expresó Luis en medio de un impetuoso tufo a tabaco.
Entonces, entró a lo que podría llamarse su consultorio para mostrarme más artilugios vinculados a sus creencias.
Para ese momento, yo ya no quería estar allí, pero entrar en los intersticios de la santería era una oportunidad que muy difícilmente podría repetirse, por ello, entre campanas, sogas, pendones, espadas, jaulas y otros objetos misteriosos, escuché atenta lo que tenía que decir.
Había sido «palero» y como tal muchas de sus anécdotas estaban vinculadas con huesos humanos comprados en algún cementerio.
—Los orishas no consumen la carne de los animales sacrificados, sino el ashé que contiene la sangre, la cual se derrama sobre los fundamentos de los santos y las cabezas de los iniciados.
Según la santería, los paleros canalizan el poder que tienen los espíritus de la naturaleza y otras fuerzas ancestrales a través de la realización de sacrificios y ofrendas que pueden ser ofrecidas a los espíritus luminosos o a los espíritus oscuros.
Y así, entre objetos tenebrosos, escuché a Luis hablar de sacrificios sin que se le moviera un solo pelo. Esa solvencia gráfica aterrorizó mi animosa alma, pero lo más perturbador era el sonsonete de voces gritando todo el tiempo, y a todo parlante, imprecaciones ocultas.
Obatala dide (o dide ma), aro ko lowo, aro ko lese (dide dide o dide ma)…
Por eso, cuando luego de una hora y media de conversación, Luis abrió la puerta de su oficina para brindarme un café, el ruido de los azotes de los tambores se filtró nuevamente en el lugar y ocasionó en mí un conato de pánico que fue ganando nervio cuando fui consciente de que nadie sabía dónde estaba y de que difícilmente podría alguien escucharme si tuviera que lanzar un grito de auxilio.
En otras palabras, en esa suerte de santuario donde habitaban más deidades que personas, solo estábamos Luis, sus jaulas, sus sogas, sus creencias, y yo.
Entonces, la sangre se me fue a los pies y tuve una sensación de desmayo.

Sentía, literalmente, como si hubiera dejado de habitar mi cuerpo.
—Todo es sugestión, todo es sugestión —le recitaban mis neuronas a mi adrenalina.
Finalmente, no pude beber el café que el atento babalawo me ofreció. Y en cuanto pude detuve la entrevista.
Al regresar a mi casa, a eso de la una de la tarde, me metí a la ducha con la ropa que traía puesta. Luego, puse todo en una bolsa y la tiré en la basura.
Esa tarde vomité dos veces, y por la noche, una vez más.
Dos días después, borré la grabación que había hecho, de modo que nunca pude transcribir la entrevista.
Sería injusto imputarle alguna falta a Luis en su casa y ante mis ojos —de hecho, fue más amable de lo que yo esperaba— pero su largo y tenebroso relato hizo que sintiera como si estuviera en la mitad de la noche, atrapada en un laberíntico bosque, y nadie pudiera rescatarme.
Por ese motivo, el trabajo que fui a hacer con más curiosidad que con temor y más interés que prejuicio «salió mal». ¡Muy mal!







